lunes, 13 de agosto de 2007
LA CASA DE “COPA DE SOMBRA” EN ACQUARONI (1)
LA CASA DE “COPA DE SOMBRA” EN ACQUARONI (1)
Como en cualquier novela el autor mezcla elementos reales y ficción, lo que da como resultado una mayor verosimilitud, y en el caso de “Copa de Sombra” aparece un crudo realismo en un sencillo entramado de nudos tristes, donde en algunas ocasiones saltan los colores angélicos de los recuerdos de una niñez sencilla y sin complicaciones vitales.
Esto ocurre cuando Acquaroni describe la casa donde vivió en la calle Caballeros, ya que se ve igualmente como funde bellas descripciones de casas distintas: la número 11 y la 13 entre otras. Desde el punto de vista arquitectónico, como se verá, la once es de menor prestancia (extensión, tratamiento de fachada, simetría, etc.) que la trece –hoy vaciada y conservada solo en fachada-, aunque no por ello de menor importancia.
José Luis Acquaroni Bonmati (1919-1983), a los dos años de nacer en Madrid, viene con sus padres a Sanlúcar a la casa de Caballeros 13, que fue donde viviera su bisabuela, Micaela Terán y Mier, (por entonces unida con otra casa trasera en Monte de Piedad) y luego su tía abuela Micaela Fernández Terán (la tía Anastasia de la novela). Pues su abuela, María Fernández Terán al quedar muy joven viuda de Antonio Acquaroni Díaz -impresor, más dedicado a las humanidades que a los negocios- es amparada por su familia en el Barrio Alto, dejando su domicilio de la calle San Juan 8. Y será a partir de 1928, al adquirir, si antes no la tenía arrendada, la tía Regla Fernández Terán, casada y sin hijos, la casa de Caballeros 11, cuando los Acquaroni Fernández se acojan en ella. Años después un hotelito en la Calzada, mandado construir por Trinidad Delgado Cisnero, consorte de Carmen Fernández Terán, hará las delicias de los Acquaroni, y que con asiduidad frecuentará el novelista para visitar a su madre Rosa Bonmati Aragón.
Entre 1921, hasta que José Luis Acquaroni marche a Hispano-América en 1955 y, luego forme su hogar en Madrid, Sanlúcar ha quedado suficientemente fijado en su retina. Copa de sombra (1974) recibe el Premio Nacional de Novela en 1977, el primero en democracia. Antes de dar unas pinceladas descriptivas e históricas de las casas 11 y 13 de la calle Caballeros, es preferible transcribir la descripción literaria de Acquaroni sobre su morada: Se aproxima Abel. Está a escasos minutos y teme sentirse defraudado. Pero eso, antes de la llegada, insiste otra vez en la rememoración. Era muy hermoso, impoluto, todo de mármol blanco con arabescos, el patio de la casa de su infancia. Y el zaguán. Y la escalera. Todo de mármol blanco con arabescos. Las columnas, más bien tirando a traventino romano, las había comprado cuando el derribo de la casa de un aristócrata, cuya estirpe habíase deslucido de tal manera que sus descendientes –esto se lo contaba de niño y él no lo podía comprender- trabajaban de simples braceros en el campo. [… ]
El tirador, con el pomo priápico, aparece regruñido. Como en sus días de niñez. Recuerda al verlo que hasta los seis o siete años no tuvo fuerza para accionarlo, y aporrear el primer portón por dentro, valiéndose del mango del cerrojo como llamador. Su autoestimación ganó muchos puntos el día que le fue posible culminar el movimiento de tracción, llevándolo hasta tope, para soltar luego el tirador y oír el musical campanillazo resonando entre los muros y escapando hacia el cielo en la dirección señalada por la flecha verde de la araucaria. El campanillazo brotaba por entre los barrotes de la cancela de hierro forjado y le golpeaba al niño Abel la frente y las entrañas. […]
Aquella casa tuvo siempre para Abel algo de conventual. Contrapesado con el descubierto de la cancela y, sobre todo, con la generosidad solar, que rompía cualquier clima de clausura. Pero en aquellos momentos, con la tarde ya venciéndose y la adustez en el rostro y en el atuendo de la mujer al otro lado del herraje, la sensación de estar ante la hermana portera se le hizo a Abel más aparente que nunca. Le preguntó a la mujer:
-¿Es usted la casera?
El mármol desbordaba su albear por las paredes, hasta el segundo piso y la azotea. Aquel lustre, aquel claror, aquella potencia de luz, pese a la sombra de la araucaria, pedían en los veranos un tupido cedazo: el toldo de lona rayada, que al ser replegado, justo a aquella hora, se dolía con un sahaa, shaa, shaa producido por la fricción de las argollas sobre la parrilla de las guías.
-Una servidora vive en la casa de al lado, la que fue de su tía Anastasia, y que hoy pertenece a mi hermano, Braulio Mancare, el farmacéutico.
La presencia de aquella mujer le resultaba a Abel molesta. Se puso a pensar en que aquello de las afueras del pueblo se parecía al patio aquél de sus juegos, salvo en la luz y en el verde enhiesto de la araucaria, tan vertical y sabiamente distante que ni rozaba los balconcillos. Y como diáspora de la gentil conífera, alrededor del gran macetón en forma de tonel truncado, tiestos menores, también de madera y aros de cobre reluciente, con helechos, aspidistra con lo de las afueras del pueblo. Porque, con una extraña fuerza de penetración, por quiebra casi invisible, el estuco de aquella bóveda estaba colgado de finas raicillas, tan finas que parecían hilos de tela de araña, alimentadas, es de suponer, por las emanaciones de las vidas que allí se evaporaban. […]
La cristalera que separaba la galería del patio propiamente dicho le había impedido a Abel el ver cuanto ansiaba ver. Y lo primero que echó de menos fue la verde y recta vocación de luz. Porque el gran macetón y la araucaria ya no estaban. En su lugar, junto a la tapa del aljibe…Y Abel recordó que todo bajo el suelo del patio y el traspatio era una oquedad, y que el agua que se extraía por medio de una bomba accionada a mano, allá al fondo, junto a la puerta de la cocina.
Le dieron ganas de correr hasta el traspatio, a comprobar si la bomba de la palanca graciosamente curva y la piquera borbollante en arcadas discontinuas, se conservaba todavía o había desaparecido también. La palanca, con sus relieves futuristas. […]
Las golondrinas piaban acogidas a la resonancia de los canelones de cinc de la azotea.